Jornada de Oración con toda la provincia ibérica.


En el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo. Amén

Himno
¡San José, cuídanos!
(Edith Stein en la fiesta de San José de 1939)

El cielo, pesado y oscuro, se nos cae encima.
¿Es que siempre es noche y la luz nunca más quiere aparecer?
¿Es que el Padre, arriba, se ha apartado de nosotros?
Como una pesadilla la necesidad oprime el corazón.
¿No hay ningún salvador a la redonda?
¿Alguien que pueda ayudar?
¡Mira! un rayo se abre paso victoriosamente entre las nubes.
Una lúcida estrella amistosamente mira hacia abajo,
como un ojo paternal, bondadoso, clemente.
Y así acepto todo lo que nos angustia,
lo alzo y lo deposito en las manos fieles:
¡Acógelo!
¡San José, cuídanos!

Fuertes tormentas braman por la tierra;
robles, que hundían sus raíces en el corazón de la tierra,
y que orgullosos alzaban sus copas hacia el cielo,
yacen ahora desenraizados y quebrados.
Horror de la devastación por todas partes.
¿La tormenta no sacude incluso el alcázar de la fe?
¿Se quebrarán sus santos pilares?
Nuestro brazo es débil, ¿quién los sostendrá?
Suspirantes elevamos las manos hacia ti:
Tú, como Abraham padre en la fe,
fuerte en la candidez del niño, poderoso
por la fuerza de la obediencia y de la recta intención:
ampara el sagrado templo de la Nueva Alianza,
Sé tú su refugio
¡San José, cuídanos!

Si tenemos que caminar a tierra extranjera,
o buscar posada de casa en casa,
vete por delante como guía fiel,
tú, compañero de camino de la Virgen Purísima,
tú, padre fielmente preocupado del Hijo de Dios.
Belén y Nazaret, incluso Egipto,
será nuestro hogar, si tú permaneces con nosotros.
Donde tú estás, está la bendición del cielo.
Como niños seguimos tus pasos;
llenos de confianza nos ponemos en tus manos:
Sé tú nuestro hogar:
¡San José, cuídanos!

Salmo 50

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.

Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría. Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve.

Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.

Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos

Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén

De la carta del apóstol San Pablo a los romanos

Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?

El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?

¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica.

¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?

Como dice la Escritura: “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero.
Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó.

Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrán separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.

Salmo 122

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.

Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, como están los

ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están

nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos

De evangelio según San Marcos

Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua.
Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».
Meditación

Hemos escuchado a San Pablo que nos ha dicho: nada nos separara del amor de Dios, y Jesús, en el evangelio de San Marco nos dice: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El cristianismo es buena noticia del amor Dios, y es por tanto una invitación a la confianza en nuestro Dios y Padre, un Dios con corazón y sentimientos, un Dios que en estos momentos sufre y se duele con nosotros.
Hemos invocado a San José, con palabras de nuestra hermana Edith Stein, cuando da la impresión de que el cielo, pesado y oscuro, se nos cae encima, y le hemos pedido que nos cuide a nosotros, como cuido a Jesús y a María, como cuido de nuestra Santa Madre Teresa y de su obra.
En el pasado no era extrañar que las religiones pensasen que las epidemias eran un castigo divino por el mal comporta¬miento del hombre. ¿Quién podía ser capaz, si no, de causar tanto pesar y tanto horror? Pero con el evangelio en la mano y mirando a Jesús, resulta innegable que el hombre repite las mismas malas acciones y parece no apren¬der de la experiencia, pero Dios, el que nos ha dado su hijo, como amigo y hermano, no para con denar, sino para salvar, no castiga a nadie. Es el ser humano quien ha provocado las guerras, las hambrunas y la miseria. Los insectos, tan ajenos a todo lo que ocurre a su alrededor, los patógenos, simplemente, y siguiendo la ley de la naturaleza, se aprovechan de las circunstancias.
En este día en que celebramos el aniversario del nacimiento Santa Teresa, nuestra Madre, deberíamos hacer nuestra su invitación: “no os pido sino que le miréis”. ¿Mirar a quién?, a Jesucristo, y en él a todos los que hoy sufren con esta pandemia del coronavirus. Hoy cuando nuestros templos están cerrados, cuando el culto público y solemne se ha refugiado en la casas y en oración silenciosa, los creyentes más que nunca miramos a aquel del que afirmamos que es nuestro bien y nuestra esperanza, a Jesucristo, no sólo el crucificado, sino el que paso por el mundo haciendo el bien, encarnando en sus acciones la bondad y compasión del mismo Dios. Miramos también a los que sufren la enfermedad del coronavirus, a los que pierden la vida por ella. Hoy, más allá del sufrimiento que vemos en nuestras cercanías, en nuestros vecinos de la ciudad, en nuestros compatriotas, descubrimos que los otros, los de otros países, de otras religiones o culturas, que sufren como nosotros, son también mis hermanos.
En estos momentos de templos cerrados los cristianos están ahí, unos, como buenos, ciudadanos, retirados en el interior de sus casas; otros como enfermos sufriendo el contagio; muchos en la atención, como profesionales de la sanidad y de los servicios públicos, atendiendo a los necesitados. Todos rezando en el silencio del retiro familiar. Esto también nos ayuda a comprender dónde está Dios, pues a Dios no le podemos encerrar, y lo hacemos con frecuencia, en determinados lugares, templos, ciudades sagradas, capillas, que tal vez por sagrados están alejados de la vida, de la realidad, de donde de verdad habita Dios.
Dios está allí donde la vida se humaniza, donde se redime de todo aquello que la amenaza, que la quita dignidad y hermosura. Dios está allí donde alguien se esfuerza por hacer felices a los demás, donde alguien gasta su vida por los necesitados. Hay una anécdota que cuentan los judíos que aconteció después de la destrucción del templo de Jerusalén, a finales del siglo primero. Salían de Jerusalén dos rabinos, dos maestros religiosos del pueblo, y uno de ellos se fijó en el templo destruido y exclamo: ¡hay de nosotros! El lugar donde se expiaba por las iniquidades de Israel ha quedado desolado. El otro rabino te contestó: Hijo mío, no te apenes. Tenemos otra expiación tan eficaz como esa. La oración y los actos de caridad, como está dicho: Misericordia quiero y no sacrificios. En estos gestos de la oración y la caridad Dios está con nosotros.

Súplica litánica

TE ADORAMOS, SEÑOR.

Verdadero Dios y verdadero hombre,
Te adoramos, Señor

Salvador nuestro, Dios con nosotros, fiel y rico en misericordia
Te adoramos, Señor

Rey y Señor de lo creado y de la historia
Te adoramos, Señor

Vencedor del pecado y de la muerte
Te adoramos, Señor

Amigo del hombre, resucitado y vivo a la derecha del Padre
Te adoramos, Señor

CREEMOS EN TI, SEÑOR

Hijo unigénito del Padre, que bajaste del cielo por nuestra salvación
Creemos en ti, oh Señor

Doctor celestial, que te inclina sobre nuestra miseria
Creemos en ti, oh Señor

Cordero inmolado, que te
ofreces para redimirnos del mal
Creemos en ti, oh Señor

Buen Pastor, que das tu vida por el rebaño que amas
Creemos en ti, oh Señor

Pan vivo, que nos das la Vida eterna
Creemos en ti, oh Señor

LIBRANOS, SEÑOR

Del poder de pecado y las seducciones del mundo.
Líbranos, Señor

Del orgullo y la presunción de poder prescindir de ti
Líbranos, Señor

De los engaños del miedo
y de la angustia
Líbranos, Señor

De la incredulidad y la desesperación
Líbranos, Señor

De la dureza del corazón y de la incapacidad de amar
Libéranos, Señor

SÁLVANOS, SEÑOR

De todos los males que afligen a la humanidad
Sálvanos, Señor
Del hambre, la carestía y el egoísmo.
Sálvanos, Señor
De las enfermedades, epidemias, y del miedo al hermano.
Sálvanos, Señor
De los intereses egoístas y de la violencia
Sálvanos, Señor
Del engaño, de la mala información y de la manipulación de las conciencias
Sálvanos, Señor

CONSUÉLANOS, SEÑOR

Mira a tu Iglesia, que atraviesa el desierto
Consuélanos, Señor

Mira a la humanidad, aterrorizada de miedo y de angustia
Consuélanos, Señor

Mira a los enfermos y
moribundos, oprimidos por la

soledad
Consuélanos, Señor

Mira a los médicos y profesionales de la salud, cansados de la fatiga.
Consuélanos, Señor

DANOS TU ESPÍRITU, SEÑOR.

En la hora de la prueba y la pérdida.
Danos tu Espíritu, Señor

En la tentación y la fragilidad
Danos tu Espíritu, Señor

En el combate contra el mal y el pecado
Danos tu Espíritu, Señor

En la búsqueda del verdadero bien y la verdadera alegría
Danos tu Espíritu, Señor

En la decisión de permanecer en Ti y en tu amistad
Danos tu Espíritu, Señor

ÁBRENOS A LA ESPERANZA, SEÑOR

Si el pecado nos oprime
Ábrenos a la esperanza, Señor

Si el odio nos cierra el corazón
Ábrenos a la esperanza, Señor

Si el dolor nos visita
Ábrenos a la esperanza, Señor

Si la indiferencia nos preocupa
Ábrenos a la esperanza, Señor

Dirijámonos al Padre que vela
por todas las cosas

Padre nuestro, que estás en los cielos,
Santificado sea tu nombre,
Venga a nosotros tu reino,
Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo;
Danos hoy nuestro pan de cada día,
Perdona nuestras ofensas,
Así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,
Y no nos dejes caer en la tentación,
Más líbranos del mal.


Oremos:
Dios omnipotente y misericordioso,
mira nuestra dolorosa condición:
conforta a tus hijos y abre nuestros corazones a la esperanza,
para que sintamos en medio de nosotros tu presencia de Padre.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que es Dios, y vive y reina contigo,
en la unidad del Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.

Invocación a la Virgen María

“Oh María, tú resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza.

Nosotros nos confiamos a ti, Salud de los enfermos, que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación de todos los pueblos, sabes de qué tenemos necesidad y estamos seguros que proveerás, para que, como en Caná de Galilea, pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba.

Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y a hacer lo que nos dirá Jesús, quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos y ha cargado nuestros dolores para conducirnos, a través de la cruz, a la alegría de la resurrección.

Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No desprecies nuestras súplicas que estamos en la prueba y libéranos de todo pecado, o Virgen gloriosa y bendita”.

Oración ante el Cristo del Consuelo

Cristo del Consuelo:

Hace veinte siglos en una ciudad de Oriente, en Jerusalén, te clavaron en una cruz, después de haberte azotado con manojos de mimbres.

Ya ves, te condenaron como a un sedicioso, como a un blasfemo. Pero el día de tu muerte fue un día de pánico para el infierno, y de inmenso júbilo para el cielo, porque tu sangre había salvado al mundo.

Cristo del consuelo:

¿Quién se apiñaba a tu alrededor para oír tu palabra? El pueblo ¿Quién seguía tus huellas por las montañas, a través de los desiertos, para escuchar con ansias tus lecciones? El pueblo. ¿Quién quiso elegirte rey? El pueblo. ¿Quién tendía sus capas por el suelo y entapizaba de palmas las calles de Jerusalén gritando Hosanna a tu paso? El pueblo.

¿Quién se escandalizó de que curases a los enfermos en el día del sábado? Los escribas y los fariseos. ¿Quién esparcía falsos rumores llamándote poseído? ¿Quién te calumniaba acusándote de gula y lascivia? Los escribas y fariseos. ¿Quién te acusó a Pilato como blasfemo y conspirador? ¿Quienes se coaligaron para darte muerte? ¿Quién te crucificó en el Calvario entre dos facinerosos? Los escribas y los fariseos, los doctores de la ley, el rey Herodes y sus cortesanos, el gobernador romano y los príncipes de los sacerdotes. Ellos fueron los que engañaron al pueblo con hipócrita astucia….

Tu misericordia no admite excepción alguna. No has venido al mundo para salvar a algunos hombres, sino a todos los hombres. Para cada uno de ellos tuviste una gota de sangre. Pero los débiles, los pequeños, los pobres, los humildes y todos los que lloraban o padecían, esos eran tus amados predilectos.

Tu corazón latía con el pueblo, y el corazón del pueblo con el tuyo. Y allí, sobre tu corazón, es donde reaniman sus fuerzas los enfermos, y donde los recobra el valor y la energía para quebrantar sus esclavitudes.

Cristo del Consuelo:

Que sepamos vivir lo que tu nos enseñaste, y por lo que tanto fuiste criticado: que somos hijos un mismo padre, y que nos amaramos unos a otros como hermanos, y no que no nos tratáramos como enemigos. Nos dijiste que quien no ama a su hermano es siete veces maldito. Y que amándonos unos a otros nada tendríamos que temer de los tiranos de la tierra.

Cristo del Consuelo, que no vivamos desunidos porque no nos amamos como se aman los hermanos.

En los brazos de Dios

Hoy mirando la imagen de Cristo Yacente en la capilla del Cristo del Consuelo de la Iglesia de San Benito, he meditado sobre Jesucristo, al que hoy contemplamos muerto, solidario con todos los que a lo largo de los siglos, hoy solidarios con todos los que mueren a causa del coronavirus.
Nuestro paso, el Santo Sepulcro, que se representa a Cristo muerto en el sepulcro, no es sólo una obra de arte de fin ales del siglo XVII, atribuida a los hermanos Rozas, conservada en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, expresa una verdad fundamental de la fe cristiana recogida en el credo, que murió y fue sepultado, o lo que es lo mismo que compartió el destino de todos los humanos la muerte, que hasta en este hecho tan humano, Jesucristo, en donde Dios adquiere rostro humano, ha sido uno más de los nuestros.
Durante años nuestra Cofradía del Santo Sepulcro, en la mañana del Sábado Santo, meditábamos ante la imagen del Yacente sobre la sepultura del Señor, y lo hacíamos en solidaridad con todos los que mueren a lo largo y ancho de nuestro mundo.
Me había enseñado que deberíamos celebrar la muerte como un suceso humano más, un acontecimiento inevitable para ser humano, pero no es lo mismo vivir la muerte de alguien como fruto de un acontecimiento violento o imprevisto, que la muerte como desenlace de una vida larga o gasta por una larga enfermedad. San Agustín nos decía que nuestro paso por el mundo no es un fin, no estamos llamados a instalarnos en él, sino un tránsito fugaz y efímero antes de llegar a nuestro verdadero destino, la ciudad celestial que se identifica con Dios: “carrera hacia la muerte, en la cual a nadie se le permite detenerse un tantito o caminar con cierta lentitud”. Más allá de todo, la muerte penetra en lo más profundo de nuestro corazón, arranca, lastima, hiere y deja un vacío insospechado, y más en estos momentos en que no se puede acompañar a los seres queridos. Es fácil comprender, al menos teóricamente, que la vida humana es un proceso lento y sosegado de crecimientos y una maduración final, es como el grano que el labrador deposita en la tierra, sólo llega a ser fecundo, cuando muere en el interior de la tierra. Pero no es tan fácil de comprender la muerte como consecuencia de un proceso no esperado, como es el que estamos viviendo. Siempre la muerte se nos presenta como un sobresalto para los vivientes, uno de los grandes enigmas que a muchos atormenta, pues no terminamos de hacernos a la idea de la desaparición de los seres queridos.
Los muertos que provoca la epidemia del coronavirus son nuestros muertos, y el mundo hoy sin ellos no es lo mismo. Les lloramos como nuestros, porque nada de lo que afecta a los seres humanos, puede sernos ajenos, oramos por ellos y por sus familiares, que se han visto privados de acompañados en sus últimos momentos, y con San Agustín decimos: “Si no lloráramos en tus oídos, no quedaría nada de nuestra esperanza”. En medio de dolor esperamos que Dios nos escuche y nos consuele. La fe nos ayuda a descubrir que Dios a quien Jesús nos da a conocer como Padre, no es impasible, “se compadece apiadándose, porque no carece de entrañas”.
Hoy, cuando se multipliquen las tumbas no sólo en nuestro país, sino por el mundo, cuando crece el cementerio en el que los hombre surgido del polvo retornan al polvo, todos los que contemplamos el sepulcro de Jesucristo podemos vivir en la esperanza de la resurrección, que no hace desaparecer el dolor que hoy tenemos, pero que lo amortigua.
En esta imagen de Jesucristo en brazos de su padre, quiero pensar a todos los que han muerto durante esta epidemia acogidos en los brazos de Dios.

Meditación para afrontar estos dias

Durante años, en la tarde del viernes santo, Junto al Cristo del Consuelo, hemos meditados sobre las cruces de nuestro tiempo, el sufrimiento del ser humano y de nuestro mundo, como sufrimiento de Cristo. Dejamos aquí algunas de esas meditaciones que nos ayudan a orar en estos días, ante el Cristo del Consuelo, en solidaridad con todos los que en estos días sufren con la epidemia del coronavirus, y con tantos samaritanos, que les atienden y ayudan, y nos ayudan a nosotros.

Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado.

Este es el grito desesperado de Cristo, verdadero hombre, desgarrado por la soledad. Es también el grito del hombre actual que reclama a Dios una palabra de aliento y que mira al Cielo sin encontrar la sonrisa de Dios. Es la desesperación de la muerte, la agonía de la nada, la depresión del sinsentido, la angustia del sufrimiento.

El grito de Cristo es el grito de la humanidad sufriente y desesperanzada, que camina sin destino, incrédula de la Providencia divina.

El grito de Jesús en la cruz, el grito de la humanidad doliente ante el sentimiento de orfandad, el grito de un mundo que no quiere sucumbir ante la cultura de la muerte, nos representa a todos.

Mirando al que traspasaron deberíamos orar diciendo:

Cristo, / te amo, / no porque hayas descendido / de una estrella, / sino porque me enseñaste / que el hombre está hecho de sangre, / de lágrimas,
/ de angustias… / Sí… Tú me enseñaste / que el hombre es Dios, / un Dios crucificado como tú, / y aquel que está a tu izquierda, / en el Golgota, / el mal ladrón, / también es Dios.

La cruz de la enfermedad y la marginación

La venida de Jesús al mundo adquiere en la historia una nueva dimensión al identificarse con los pobres y crucificados del mundo. El, que pronunció sobre el pan estas palabras: Esto es mi cuerpo, dijo también estas mismas palabras hablando de los pobres, de los enfermos al afirmar que lo que hacemos o dejamos de hacer con el hambriento, con el sediento, con el preso, con el enfermo o con el forastero, conmigo lo hacéis

La enfermedad y la cruz es cruz que se alza en nuestro mundo, que sigue perpetuando la pasión de Cristo en la historia, pues mientras un ser humano malviva o muera, con el sigue muriendo Jesús hoy en la cruz. En pleno siglo veintiuno, y esto no siempre es noticia, siguen muriendo de hambre y de enfermedades millones de personas con las que se identifica el mismo Jesús.

Cristo es condenado y conducido al Calvario con los que sufren y mueren a causa del hambre y de las enfermedades crónicas que matan a nuestros hermanos los hombres.

Señor, te pedimos por aquellos seres humanos, nuestros hermanos, que cada día mueren sin ser noticia, sin que nadie se vea afectado por ello. En su rostro se refleja tu rostro. Señor, gracias por tantos hermanos compasivos, que como Verónica, trabajan sin descanso para crear comunidades de acogida para los enfermos que nadie quiere tratar, para devolver la dignidad a los seres humanos, para limpiar el rostro de nuestros hermanos los seres humanos.

La cruz de los que ayudan a los otros a llevar su cruz

Jesús fue ajusticiado porque, en nombre de Dios, había puesto al hombre por encima del templo, por encima del imperio romano, por encima de la seguridad que da la ley cumplida y por encima de la tranquilidad o el prestigio que da la riqueza poseída.

Por vivir así, unos le condenaron en nombre de Dios, por blasfemo, y otros creyeron que era el Ungido de Dios.

Pensar que Jesús acepta la muerte porque tiene mucho aguante y es muy sufrido, o porque tiene que cumplir con un plan que le ha sido impuesto por el Padre, es no haber entendido para nada la enseñanza del Señor.

Toda su vida Jesús ha buscado la voluntad del que le envía. Ha hecho todo lo posible por devolver a Dios su verdadero rostro, queriendo destruir las máscaras con que se disfraza a Dios para utilizarlo en beneficio propio, con lo cual los dirigentes de su pueblo han visto amenazado sus intereses.

Llevar la cruz no es aguantar con paciencia y resignación la injusticia en el mundo, sino rebelarse contra la injusticia, para que en el mundo no haya más atropellos. Para Jesús la cruz es el resultado de haber apostado por los pobres, los oprimidos, los marginados, los humillados, es ponerse de parte de ellos, colocarse al lado de los pequeños, para que su situación cambie.

Señor, bendice a todos nuestros hermanos cristianos que viven y trabajan por los menos afortunados

Amigos, al contemplar al que traspasaron en la cruz, a nuestro Cristo del Consuelo, y habiendo recordado algunas de las cruces que perpetúan su pasión en el tiempo, dejad que os recuerde su última palabra, cuando aparentemente moría sólo y abandonado: Padre, en tus manos encomiendo mi vida.

El drama de nuestro tiempo es que nuestros contemporáneos han olvidado la alegría de la Resurrección, el gozo de la Esperanza, la sonrisa de un Dios que no abandona a sus criaturas en el sufrimiento, como no abandonó a Jesús en la cruz.

Aunque mirando fríamente la cruz de la impresión de que estamos huérfanos, esto no es así. Dios sigue empeñado en ser nuestro Padre y en ofrecernos el perdón y la vida.

Los cristianos necesitamos recuperar la alegría del perdón y de la reconciliación. Necesitamos vibrar con el regalo de un Dios que se abaja hasta la peor de las humillaciones.

Dios es Padre, generador de vida, por eso nosotros podemos sentirnos hermanos.

Este es nuestro Dios. El que se desgasta por amor a los hombres, aunque nos empeñemos en negarle con nuestros hechos y leyes. El que nos ama traspasando los límites de lo ridículo, aunque nos empeñemos en vivir de espaldas a la felicidad que nos ofrece.

El es un Dios de vivos, no de muertos. Es un Dios de espíritus jóvenes, no de arrugados. Es un Dios de hombres libres, no de esclavos ni de superhombres. Es el Dios de la Resurrección que festejaremos con solemnidad mañana en la Vigilia Pascual.

A ese Dios, como Jesús, podemos encomendarle nuestra vida.

Amigos, mirad hoy y siempre al que traspasaron, a Jesús, el crucificado por amor, y haced vuestro su camino.

La fe es lo que hace al cofrade

Luis J. F. Frontela

La Cofradía del Santo Sepulcro, encuadrada dentro del amplio movimiento en torno a la Semana Santa de Valladolid, está formada por cristianos, personas que se sienten Iglesia, que tienen por finalidad rendir culto a Cristo, «nuestro bien, fuente perenne de salvación», y de forma secundaria, animan los desfiles procesionales.

La procesión, al margen de la manipulación que se puede hacer de ella, es una catequesis, una enseñanza a través de  las imágenes de la historia evangélica, en este caso de la pasión del Señor. La procesión debe estar siempre, única y exclusivamente, al servicio  de la transmisión de la fe cristiana que es «el anuncio de Jesucristo para conducir a la fe en El». Los cofrades del Santo Sepulcro deberían ser como aquellos  primeros cristianos que ardían en deseos de anunciar a Cristo: «No podemos  dejar de hablar de lo que hemos visto y oído». Si en el centro de la catequesis encontramos esencialmente la persona de Jesucristo, pues se enseña a Cristo y todo lo demás en referencia a él. Esto mismo se debería decir de nuestras procesiones.

No se es cristiano porque sí, o porque de vez en cuando saquemos una imagen de Cristo en procesión por la calle. Se es cristianos porque somos capaces de reconocer a Jesucristo como algo más que un personaje del pasado, como salvador y revelación o manifestación de Dios, lo cual implica conocer a Jesucristo, es decir los datos básicos que nos ayudan a situar a Jesucristo en el tiempo y en la historia. Y esos datos incontestables acerca de la vida de Jesús, aceptados aún entre los más críticos, son los siguientes: nació en Palestina, en torno al año 4 a.C., conocemos el nombre de su madre, María, y de algunos de sus parientes, sabemos que fue judío de Galilea y que el inicio de su vida pública estuvo relacionada con Juan el Bautista. No hay dudas de que reunió un grupo de seguidores, que su predicación estaba centrada en el Reino y que muchos de sus contemporáneos estaban convencidos de que hacía curaciones milagrosas y expulsaba los demonios. Su actividad y predicación chocaron contra los jefes religiosos judíos y las autoridades romanas, y que esta oposición lo llevó a ser juzgado y crucificado en Jerusalén en vísperas de la Pascua, posiblemente el 7 de abril del año 30. También es un dato seguro que sus discípulos, a los pocos días de su crucifixión, comenzaron a predicar que él estaba vivo y continuaron un movimiento con identidad propia, que fue perseguido al menos por algunos judíos. Para ser cristiano debemos conocer lo que él ha enseñado; la paternidad de Dios, y, como consecuencia, la fraternidad entre los hombre, ya que todos somos amados de Dios, pues él quiere nuestro bien y nuestra felicidad; la llamada a la conversión, al cambio de vida y de mentalidad que nos lleve a comprender que no es la violencia el camino para resolver los conflictos, que el perdón, la solidaridad, el compartir con los necesitados ayudan a forjar un mundo nuevo, que nadie debe ser marginado, lo que nos debe llevar a no instaurar barreras que dividen y separan a la gente; que Dios está siempre más allá de nuestros intereses y que no puede ser con  fundido con el poder o la riqueza. Y para ser cristiano hay que tener la audacia de hacernos discípulos suyos. Ser discípulos quiere decir vivir como él vivió, o lo que es lo mismo, tener sus sentimientos, hacer nuestro los valores por el  anunciados, haciendo del evangelio de su enseñanza el proyecto y programa de nuestra vida, tenerle a él por modelo de vida, tal y como afirmaba San Pablo al decir «no soy yo, es Cristo quien vive en mí».

Ser cristiano es tener la audacia de hacernos una y otra vez la pregunta que el mismo Jesús hacia a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?, y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Si no somos capaces de responder esta pregunta difícilmente podemos llamarnos cristianos, confesando a Cristo como  hijo de Dios, «nuestra esperanza y salvación». Ser cristiano es rezar a Jesús, proclamarlo Señor, considerándolo superior a todo: al templo, a la tradición, a la ley, al estado, a los ritos y al folclore religioso con que a veces envolvemos nuestras manifestaciones religiosas, no haciendo de él un  reclamo publicitario para vender nuestros interés muy mundanos, y estar convencido  de que Jesús es el referente universal y definitivo para la salvación, ese deseo de vida en plenitud, ahora y más allá de nuestra existencia histórica.

Si no tenemos fe, si no hacemos el camino creyente no llegaremos a acceder al misterio de  Cristo. Y ¿qué es la fe?, podemos preguntarnos. La  fe es una actitud de confianza en alguien, ese alguien es Dios que nos ha dirigido su palabra en Jesucristo. El catecismo de la Iglesia nos dice que la fe es ante todo «una adhesión personal del hombre a Dios”. Pero añade enseguida: “es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado”. Dicho de forma más sencilla, la fe consiste en la relación con Dios que se realiza mediante la obediencia de nuestro entendimiento a las verdades reveladas y enseñadas por la misma Iglesia. Según esta afirmación creer es un “acto religioso”, que, ante todo, supone el “sometimiento de la razón” a lo que enseña la Iglesia que se funda en la enseñanza del mismo Jesús.

Lo que la Iglesia cree de Cristo, el credo, hunde sus raíces en el modo que tuvo Jesús de creer en Dios, en su vida y en sus enseñanzas. Habría sido un engaño que la Iglesia inventara su creencia. Pero sin la experiencia espiritual de la Iglesia salvaguardada en su credo, y trasmitida de generación en generación en sus seno hasta nuestros días, jamás nos habríamos enterado de la experiencia espiritual de Jesús.

¿Qué distingue el cristianismo de todas las otras  religiones? No nos distingue el folklore religioso, tampoco nuestros desfiles procesionales, ni el que nos enfundemos un hábito en determinadas fechas. Lo que nos distingue, lo específico del cristiano, y lo que no hemos de perder, es Cristo mismo. Todos los cristianos creen que Jesucristo es Dios encarnado. Dios en carne humana. Si no creyeran eso, no serían cristianos. Ningún no cristiano cree eso. Si lo creyeran, serían cristianos. «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana”.

No podremos entender nunca el cristianismo, el movimiento de los que creen en Jesucristo, al margen de su persona. A lo largo de la historia han existidos muchos grandes maestros religiosos que siempre han estado subordinados al mensaje que enseñaban, sólo Jesús se identifica con la propia enseñanza: Buda dijo: «No miréis hacia mí, mirad hacia mi doctrina», en cambio Jesús dijo: «Venid a mí». Buda dijo: «Sed lámparas de vosotros mismos», Jesús enseñó: «Yo soy luz del mundo». Y viniendo más cerca de nosotros, si Moisés y Mahoma afirmaron ser sólo ser profetas de Dios, Jesús proclamó ser Dios. Todos los fundadores religiosos que han existido afirmaron que enseñaban la verdad, sólo Cristo afirmo ser la Verdad.

Celebraciones populares de la Resurrección

Luis J. F. Frontela

Desde la devoción popular la resurrección de Cristo se ha celebrado con una serie de manifestaciones como son la Bajada del ángel, en donde el arcángel San Gabriel trae a la Virgen la noticia de la resurrección de su hijo. Parece ser que esta manifestación de la devoción popular es una reminiscencia de los misterios medievales, en donde se escenificaba el encuentro de Cristo con su madre, y en donde  Cristo resucitado enviaba a su madre al arcángel San Gabriel para anunciarle la noticia de su resurrección, a continuación se le aparecía saludándola con las palabras: Regina caeli, laetare. De hecho, en esta manifestación, que solía celebrarse al rayar el alba, era habitual una procesión en la que seis niños, vestidos como ángeles, se acercaban a la imagen de la Virgen y uno de ellos, tras realizar una serie de reverencias y genuflexiones, le quitaba su velo de luto y le anunciaba la resurrección de su hijo. Con el tiempo la procesión fue  sustituida por la bajada del ángel, en donde un niño, representando al ángel, desciende, sujeto por una maroma, para encontrarse con la imagen de la Virgen, al llegar ante la imagen se oye el “Alégrate, María, porque tu hijo ha resucitado”.

Otra de las manifestaciones populares que celebran la resurrección es la procesión del encuentro entre Cristo Resucitado y la Virgen, para lo cual en la mañana de Pascua se organizaban dos procesiones, una con la imagen de la Madre dolorosa, otra con la de Cristo resucitado, que se encontraban en un punto determinado para significar que la Virgen fue la primera que participó plenamente del misterio de la Resurrección de su Hijo. No suele faltar en dicho acto, música, suelta de palomas, de globos, todo para reforzar el sentimiento de alegría que suscita la celebración de la resurrección de Jesucristo.

A pesar que los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, hasta 10,  y que  no hablan del encuentro de Jesús con su madre, el mundo devocional no se resignó a pensar que, después de su resurrección, Cristo no se hubiese apareció a María. La devoción popular ha imaginado que la asociación del Hijo con la Madre es permanente, en la hora del dolor y de la muerte, pero también en la hora de la alegría y de la resurrección. En plena Edad Media se justificaba que los evangelios no mencionasen la aparición de Jesús a su madre ya que tenían por finalidad consignar la apariciones a personas que pudieran ser aducidas como testigos de la Resurrección, y en este sentido no se incluía entre éstas a la Virgen María, porque “si las manifestaciones a las mujeres que aseguraron haber visto a Cristo, pese a que carecían de parentesco inmediato con él, fueron acogidas con cierta rechifla y atribuidas a sus fantasías femeninas, con mayor motivo hubieran tomado por delirios calenturientos de una madre las declaraciones de la Virgen María”. Se llegó a justificar la aparición de Cristo a su Madre porque si consoló a otros con su presencia no podía ser menos con su Madre, “la persona que más había sufrido con su muerte en la Cruz”. No faltó quien afirmó que si las apariciones de Jesús a los discípulos fueron necesarias para ganarles para la fe, la aparición de Cristo a su madre fue la recompensa por su fe. En este sentido hay que recordar que durante el tiempo de pascua la Iglesia se dirige a la Virgen invitándola a alegrarse: “Regina caeli, laetare. Alleluia”. ¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!, con lo cual recuerda el gozo de la Virgen por la resurrección de su hijo Jesús.

Este tema de la aparición de Cristo resucitado a su madre, que se desarrolló en los últimos siglos medievales, y que es muy del gusto de la piedad y del arte de los siglos XVI y XVII, nos lo encontramos presente en los primeros siglos cristianos. Ya en el siglo IV San Ambrosio, en el Tercer libro sobre las Vírgenes, defendía que “vio la Madre al Señor resucitado. Ella fue quien primero lo vio y creyó en la realización del portento. Luego lo vio María Magdalena, si bien ésta, de momento, no lo reconoció”.  En esta línea el sacerdote Caelius Sedulio, poeta latino de la primera mitad del siglo V, que compuso el poema Carmen paschale, que trata sobre la vida de Jesús, hacia el 430, época del Concilio de Efeso, cuando María fue proclamada Theotokos, Madre de Dios, sostenía que Cristo se había manifestado en el esplendor de la resurrección a su madre. Dice Sedulio que María que, fue en la Anunciación el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el resplandor de la Iglesia: “La siempre Virgen espera, y antes que a nadie, al amanecer el día,  /  el Señor se aparece antes su ojos, para que la buena Madre, / Testigo de inmenso misterio y canal por el que vino al mundo, / fuese la primera en saber que había regresado a la vida” (Sedulio, Carmen pascale).

La liturgia bizantina, al menos desde el siglo VIII, recordaba la aparición de Cristo resucitado a su madre: “Los poderes celestiales aparecieron sobre tu sepulcro y los guardias quedaron como muertos. Y María entró al sepulcro buscando tu cuerpo purísimo; venciste al infierno sin ser tentado por él. Saludaste a la Virgen. Concediste la vida, tú que resucitaste de entre los muertos, Señor gloria a Ti”. En esta línea el Teólogo bizantino Gregorio de Palamas defendía que sólo a la Virgen se le concedió el poder tocar las manos y los pies del resucitado. Este tema se hace presente en autores espirituales occidentales como fray Luis de Granada quien afirmaba que “al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos, al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro, al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja, abrázale y pídele que no se le vaya entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir, ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.

El mundo devocional franciscano, en la práctica devocional de los siete gozos de la Virgen, desarrollada a partir del siglo XV, en donde a recordaba algunos misterios de la vida la Virgen María en relación con su hijo Jesucristo, en el  Sexto gozo meditaba sobre Jesús resucita victorioso de la muerte y se aparece a los suyos: “María, fuente del gozo, tú eres la madre del Señor resucitado. Él es quien ha vencido la muerte. El es nuestra esperanza en el camino de la vida. Enséñanos, María, a vencer la muerte del egoísmo, para vivir en la resurrección del amor”.

En el mundo español, San Ignacio, haciéndose eco de esta tradición, en la Cuarta Semana de sus Ejercicios Espirituales, recomienda como objeto de contemplación la aparición de Cristo resucitado a la Virgen María, “lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho, en decir que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?”, Maldonado, en su cometario al Evangelio de San Mateo, afirmaba que  Cristo resucitado se apareció en primer lugar a su madre, y que esta afirmación es “un sentimiento que esta en el corazón de todos los fieles, los que quieren combatirlo pierden su tiempo”. La misma Santa Teresa en sus Cuentas de Conciencia afirma que sabía por el mismo Cristo, que primero se había presentado a la Virgen: “Díjome que en resucitando había visto a nuestra Señora, porque estaba ya con gran necesidad, que la pena la tenía tan absorta y traspasada, que aun no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo, y que había estado mucho con ella, porque había sido menester, hasta consolarla”. Y no podemos dejar de aducir el testimonio de Fray Luis de Granada, quien en su vida de Cristo, describe el encuentro de Cristo resucitado con su madre de la siguiente manera: “Estaría la santa Virgen en aquella hora en su oratorio recogida esperando esta nueva luz. Clamaba en lo íntimo de su corazón y, como piadosa mujer, daba voces al Hijo muerto al tercer día, diciendo: Levántate gloria mía; vuelve triunfador, al mundo; recoge, buen pastor, tu ganado; oye, Hijo mío, los clamores de tu afligida Madre y, pues éstos te hicieron bajar del cielo a la tierra, éstos te hagan ahora subir de los infiernos al mundo. En medio de estos clamores y lágrimas resplandece súbitamente aquella pobre casita con lumbre del cielo y se ofreciese a los ojos de la Madre el Hijo resucitado y glorioso. Al que vio penar entre ladrones, lo ve acompañado de santos y ángeles. Al que la encomendaba desde la cruz al discípulo, ve cómo ahora extiende sus brazos y le da dulce paz en su rostro. Al que tuvo muerto en sus brazos, lo ve ahora resucitado ante sus ojos, lo tiene y no lo deja; lo abrázalo y le pide que no se le vaya. Entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.

El tema de la aparición de Cristo resucitado a su madre se hizo presente en el mundo del arte, de hecho artistas de distintas áreas culturales como Gerad David, Hernando Yánez, Alberto Durero, El Greco, trataron el tema, lo que llevó a que los tratadistas se planteasen cómo representar a Cristo resucitado, y afirmasen que con traje de resucitado, es decir “descubierto su cuerpo bellísimo y llagas”, otras veces se matiza más: “Con manto rojo y cuerpo bellísimo, con sus llagas resplandecientes, lleno de inmensa luz”.

Pero no todos admitían esta creencia espiritual, en la Iglesia postridentina, y en los ambientes jansenistas, un autor como Saint-Cyran no admitía la aparición de Cristo resucitado a su madre, y lo justificaba de la siguiente manera: “ella sabía con un placer inefable que Jesús estaba en la tierra y que se comunicaba con los otros y no con ella”. En esta línea M. Oliver defendía que la Virgen no había tenido necesidad de ver a Cristo resucitado, puesto que lo había sentido resucitado en su corazón.

En este sentido debemos señalar la determinación del obispo Niño de Guevara de Sevilla, quien en el Sínodo celebrado en 1604, daba una serie de normas que regulaban los distintos aspectos de los desfiles procesionales, entre estas normas estaba la que prohibía las ceremonias del Descendimiento y los Encuentros, y con ello el uso dramático de las imágenes: “No se haga en la Semana Santa ni en la mañana de la Resurrección representaciones (…) andando con la imagen de Nuestra Señora alrededor del claustro (…) buscando a su precioso hijo que le dicen que ha resucitado, ni bajando el Cristo de la cruz para enterrarlo”. Si en Sevilla se prohibía este tipo de ceremonias, el arraigo popular de este tipo de dramatizaciones, descenso y encuentro caló fuertemente en la Semana Santa Castellana, de tal manera que la procesión del encuentro sirve de cierre de las celebraciones de la Semana Santa.

Esta creencia de la piedad popular, la de Cristo resucitado apareciéndose a su madre, reafirmada por los autores espirituales, era defendida para afirmar la singular asociación de María a los misterios de su Hijo. María que había estado asociada a los misterios de la Encarnación, del Nacimiento y sobre todo a los de de la Pasión y Muerte, también debía estar asociada al misterio de la resurrección. La Virgen que había tenido un lugar privilegiado, la más cercana en la encarnación, la más cercana en el nacimiento, la más cercana en su muerte, había permanecido de pie junto a la cruz, ¿no debía ser la más cercana en su resurrección y no debía ser recompensada con  la visión de su hijo resucitado?

fray Luis de Granada: “No sale tan hermoso el lucero de la mañana como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre como cuchillos de dolor, verlas hechas fuentes de amor, al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos, al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro, al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja, abrázale y pídele que no se le vaya entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir, ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.

El cofrade es un cristiano

Luis J. F. Frontela.

“No os pido si no que le miréis”, decía santa Teresa de Jesús a sus monjas, pero ésta es una invitación que vale también para nosotros cofrades del Santo Sepulcro, y más cuando habéis nacido en las entrañas de una comunidad de carmelitas Descalzos y tenéis vuestra sede en la comunidad de Carmelitas de San Benito de Valladolid

A quién hemos de mirar, a Jesucristo,  a quien confesamos como el Hijo de Dios. Y para que hemos de mirarle, para hacer nuestro sus sentimientos, su forma de ser. Llevar las marcas de Cristo, es algo específicamente cristiano, y las marcas no son las llagas de los clavos, las marcas son los valores las actitudes de Cristo, que son las que debe hacer suya todo cristiano, y por supuesto todo el que se precie de ser cofrade, para quien la ley fundamental no es nunca los estatutos de la Cofradía, realidad transitoria y efímera, sino el evangelio.

La vida cristiana implica vivir a Cristo, no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí. Podemos preguntarnos: ¿Es Cristo, nuestro bien, fuente perenne de salvación? ¿Sigue  siendo él una referencia viva en nuestras vidas?

El cristiano es aquel que confiesa a Jesús muerto en la cruz y resucitado como Señor, Salvador. Desde el Nuevo Testamento los cristianos se han caracterizado por el reconocimiento explícito de Cristo; por la confesión de su nombre, pues, como afirma el apóstol San Pablo, cristiano es el que “confiesan con su boca que Jesús es Señor y creen en su corazón que Dios le resucitó de entre los muertos”. Y aunque no sirve para nada limitarse a decir “Señor, Señor”, si no esta confesión no va acompañada de una vida que suponga cumplir con sus mandatos, decir “Señor” , referido a Jesucristo, es el rasgo distintivo del cristiano.

Soy cristiano por opción personal, nadie me impone serlo. Opción que implica tener una relación personal con Jesucristo, en la oración, en la práctica sacramental no sólo como modelo y ejemplo práctico de vida, en la determinación ética de la vida. Pero no basta sólo que Jesucristo sea sólo modelo y ejemplo práctico de vida, sino que se convierta en horizonte de esperanza, pues desde la fe comprendemos que allí donde está Cristo, allí estaremos nosotros para siempre con él. Es cristiano todo aquel cuyo vivir y morir está determinado por Cristo, como decía San Pablo: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí.

Creer en Jesús es seguirle. Discípulo de Jesús es quien hace lo que dice Jesús, no quien dice y no hace. Cristiano es el que lleva las marcas de Cristo, que no son las marcas de los clavos, sino sus actitudes ante la vida. Ser cristiano es cumplir los mandatos de Dios.

La vida cristiana, que es seguimiento de Jesús, es llamada a vivir el evangelio, vivir en cristiano, formar comunidad, grupo con aquellos que como yo se sienten y son también cristianos.

La cofradía del Santo Sepulcro debe hacer ver a sus miembros que están llamados a vivir el evangelio, a vivir como cristianos, por eso deben fomentar el espíritu evangélico. La cofradía si de verdad quieren ser significativa, comunidad viva en la Iglesia debe evitar parecerse a cualquier otra asociación de tipo lúdico-festivo o folclórico-cultural. Lo importante no es que el cofrade se ponga un hábito que oculta, sino que viva en cristiano, con rostro descubierto donde puede ser identificado como tal, y más en un momento social en que los cristianos tenemos que mostrarnos como somos y no ocultar nuestro rostro. Lo importante es que confesemos la fe, vivamos en comunión con la Iglesia, celebrando los misterios cristianos y dejemos que la fe determine nuestro comportamiento.

Si os fijáis bien el fin de una cofradía es aumentar el espíritu cristiano en sus fieles, no desfilar, no hacer procesiones, y no quiere decir que esto no este bien,  porque cuando se pierde el sentido de pertenencia a la comunidad eclesial, y cuando dejamos de mirar a Cristo como el que inicia y completa nuestra fe, a Cristo como modelo con el que identificarnos, los  desfiles procesional se convierte en un remendo del carnaval y las cofradías en chirigotas carnavalescas. En los estatutos de la Cofradía del Santo Sepulcro se dice que, “fiel al largo sentir de piedad y devoción del pueblo creyente”, lo que implica que como cofrade queda inscrito dentro, y no al margen, de la vida de la gran comunidad cristiana, el pueblo creyente. La cofradía, el cofrade personalmente, tiene por fin  primordial de “dar culto al Señor muerto por nosotros, y por medio de este culto, aumentar en sus miembros el amor a la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, fuente perenne de santificación”. Lo genuinamente cristiano es cumplir el mandato del Señor, que nos dejo como testamento dos principios fundamentales, sin los cuales no entendemos para nada ni el cristianismo, ni la Iglesia. Uno de estos principios es el amor fraterno, “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. El segundo principio es: “Haced esto en memoria mía”, lo cual se refiere a la celebración de la Eucaristía, a mantener viva la memoria de Cristo. La celebración cristiana es recuerdo agradecido, un cantar y recordar actualizando las misericordias que Dios ha tenido con nosotros.

Nos hemos preguntado alguna vez si no habremos convertido la piedad, las manifestaciones religiosas en meras expresiones folclórica, si nuestra piedad termina siendo sólo eso, un resto folclórico, estaríamos en la muerte de lo religioso.

Para el cristiano la moral, que es un camino para ser más auténticamente “hombre”, no puede ser otra cosa que una moral del seguimiento de Cristo. Jesús no fue un moralista, más bien estuvo en contra del exceso de leyes y normas, y no por otra razón, sino por que asfixiaban la vida. Tampoco el evangelio, que debe ser nuestro proyecto de vida, es un código de moral, de normas y leyes de cómo hemos de comportarnos, qué hemos de hacer en cada momento, en qué me he de diferenciar de los otros. El evangelio, que guarda los recuerdos de Jesús,  es una buena noticia, un estilo de vida, el de Jesús, que es el que, frente a tantos proyectos o estilos de vida con que nos bombardean cada día, debemos hacer nuestro los cristianos.

Jesús, en su comportamiento  y en su mensaje, ofrece un estilo de vida alternativo al vigente, para su época y para la nuestra; Jesús supera, los códigos de comportamiento vigentes, proponiendo el la fidelidad a la voluntad de Dios que libera y ayuda a crecer como persona al que se adhiere a él.