Luis J. F. Frontela
Desde la devoción popular la resurrección de Cristo se ha celebrado con una serie de manifestaciones como son la Bajada del ángel, en donde el arcángel San Gabriel trae a la Virgen la noticia de la resurrección de su hijo. Parece ser que esta manifestación de la devoción popular es una reminiscencia de los misterios medievales, en donde se escenificaba el encuentro de Cristo con su madre, y en donde Cristo resucitado enviaba a su madre al arcángel San Gabriel para anunciarle la noticia de su resurrección, a continuación se le aparecía saludándola con las palabras: Regina caeli, laetare. De hecho, en esta manifestación, que solía celebrarse al rayar el alba, era habitual una procesión en la que seis niños, vestidos como ángeles, se acercaban a la imagen de la Virgen y uno de ellos, tras realizar una serie de reverencias y genuflexiones, le quitaba su velo de luto y le anunciaba la resurrección de su hijo. Con el tiempo la procesión fue sustituida por la bajada del ángel, en donde un niño, representando al ángel, desciende, sujeto por una maroma, para encontrarse con la imagen de la Virgen, al llegar ante la imagen se oye el “Alégrate, María, porque tu hijo ha resucitado”.
Otra de las manifestaciones populares que celebran la resurrección es la procesión del encuentro entre Cristo Resucitado y la Virgen, para lo cual en la mañana de Pascua se organizaban dos procesiones, una con la imagen de la Madre dolorosa, otra con la de Cristo resucitado, que se encontraban en un punto determinado para significar que la Virgen fue la primera que participó plenamente del misterio de la Resurrección de su Hijo. No suele faltar en dicho acto, música, suelta de palomas, de globos, todo para reforzar el sentimiento de alegría que suscita la celebración de la resurrección de Jesucristo.
A pesar que los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, hasta 10, y que no hablan del encuentro de Jesús con su madre, el mundo devocional no se resignó a pensar que, después de su resurrección, Cristo no se hubiese apareció a María. La devoción popular ha imaginado que la asociación del Hijo con la Madre es permanente, en la hora del dolor y de la muerte, pero también en la hora de la alegría y de la resurrección. En plena Edad Media se justificaba que los evangelios no mencionasen la aparición de Jesús a su madre ya que tenían por finalidad consignar la apariciones a personas que pudieran ser aducidas como testigos de la Resurrección, y en este sentido no se incluía entre éstas a la Virgen María, porque “si las manifestaciones a las mujeres que aseguraron haber visto a Cristo, pese a que carecían de parentesco inmediato con él, fueron acogidas con cierta rechifla y atribuidas a sus fantasías femeninas, con mayor motivo hubieran tomado por delirios calenturientos de una madre las declaraciones de la Virgen María”. Se llegó a justificar la aparición de Cristo a su Madre porque si consoló a otros con su presencia no podía ser menos con su Madre, “la persona que más había sufrido con su muerte en la Cruz”. No faltó quien afirmó que si las apariciones de Jesús a los discípulos fueron necesarias para ganarles para la fe, la aparición de Cristo a su madre fue la recompensa por su fe. En este sentido hay que recordar que durante el tiempo de pascua la Iglesia se dirige a la Virgen invitándola a alegrarse: “Regina caeli, laetare. Alleluia”. ¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!, con lo cual recuerda el gozo de la Virgen por la resurrección de su hijo Jesús.
Este tema de la aparición de Cristo resucitado a su madre, que se desarrolló en los últimos siglos medievales, y que es muy del gusto de la piedad y del arte de los siglos XVI y XVII, nos lo encontramos presente en los primeros siglos cristianos. Ya en el siglo IV San Ambrosio, en el Tercer libro sobre las Vírgenes, defendía que “vio la Madre al Señor resucitado. Ella fue quien primero lo vio y creyó en la realización del portento. Luego lo vio María Magdalena, si bien ésta, de momento, no lo reconoció”. En esta línea el sacerdote Caelius Sedulio, poeta latino de la primera mitad del siglo V, que compuso el poema Carmen paschale, que trata sobre la vida de Jesús, hacia el 430, época del Concilio de Efeso, cuando María fue proclamada Theotokos, Madre de Dios, sostenía que Cristo se había manifestado en el esplendor de la resurrección a su madre. Dice Sedulio que María que, fue en la Anunciación el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el resplandor de la Iglesia: “La siempre Virgen espera, y antes que a nadie, al amanecer el día, / el Señor se aparece antes su ojos, para que la buena Madre, / Testigo de inmenso misterio y canal por el que vino al mundo, / fuese la primera en saber que había regresado a la vida” (Sedulio, Carmen pascale).
La liturgia bizantina, al menos desde el siglo VIII, recordaba la aparición de Cristo resucitado a su madre: “Los poderes celestiales aparecieron sobre tu sepulcro y los guardias quedaron como muertos. Y María entró al sepulcro buscando tu cuerpo purísimo; venciste al infierno sin ser tentado por él. Saludaste a la Virgen. Concediste la vida, tú que resucitaste de entre los muertos, Señor gloria a Ti”. En esta línea el Teólogo bizantino Gregorio de Palamas defendía que sólo a la Virgen se le concedió el poder tocar las manos y los pies del resucitado. Este tema se hace presente en autores espirituales occidentales como fray Luis de Granada quien afirmaba que “al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos, al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro, al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja, abrázale y pídele que no se le vaya entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir, ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.
El mundo devocional franciscano, en la práctica devocional de los siete gozos de la Virgen, desarrollada a partir del siglo XV, en donde a recordaba algunos misterios de la vida la Virgen María en relación con su hijo Jesucristo, en el Sexto gozo meditaba sobre Jesús resucita victorioso de la muerte y se aparece a los suyos: “María, fuente del gozo, tú eres la madre del Señor resucitado. Él es quien ha vencido la muerte. El es nuestra esperanza en el camino de la vida. Enséñanos, María, a vencer la muerte del egoísmo, para vivir en la resurrección del amor”.
En el mundo español, San Ignacio, haciéndose eco de esta tradición, en la Cuarta Semana de sus Ejercicios Espirituales, recomienda como objeto de contemplación la aparición de Cristo resucitado a la Virgen María, “lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho, en decir que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?”, Maldonado, en su cometario al Evangelio de San Mateo, afirmaba que Cristo resucitado se apareció en primer lugar a su madre, y que esta afirmación es “un sentimiento que esta en el corazón de todos los fieles, los que quieren combatirlo pierden su tiempo”. La misma Santa Teresa en sus Cuentas de Conciencia afirma que sabía por el mismo Cristo, que primero se había presentado a la Virgen: “Díjome que en resucitando había visto a nuestra Señora, porque estaba ya con gran necesidad, que la pena la tenía tan absorta y traspasada, que aun no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo, y que había estado mucho con ella, porque había sido menester, hasta consolarla”. Y no podemos dejar de aducir el testimonio de Fray Luis de Granada, quien en su vida de Cristo, describe el encuentro de Cristo resucitado con su madre de la siguiente manera: “Estaría la santa Virgen en aquella hora en su oratorio recogida esperando esta nueva luz. Clamaba en lo íntimo de su corazón y, como piadosa mujer, daba voces al Hijo muerto al tercer día, diciendo: Levántate gloria mía; vuelve triunfador, al mundo; recoge, buen pastor, tu ganado; oye, Hijo mío, los clamores de tu afligida Madre y, pues éstos te hicieron bajar del cielo a la tierra, éstos te hagan ahora subir de los infiernos al mundo. En medio de estos clamores y lágrimas resplandece súbitamente aquella pobre casita con lumbre del cielo y se ofreciese a los ojos de la Madre el Hijo resucitado y glorioso. Al que vio penar entre ladrones, lo ve acompañado de santos y ángeles. Al que la encomendaba desde la cruz al discípulo, ve cómo ahora extiende sus brazos y le da dulce paz en su rostro. Al que tuvo muerto en sus brazos, lo ve ahora resucitado ante sus ojos, lo tiene y no lo deja; lo abrázalo y le pide que no se le vaya. Entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.
El tema de la aparición de Cristo resucitado a su madre se hizo presente en el mundo del arte, de hecho artistas de distintas áreas culturales como Gerad David, Hernando Yánez, Alberto Durero, El Greco, trataron el tema, lo que llevó a que los tratadistas se planteasen cómo representar a Cristo resucitado, y afirmasen que con traje de resucitado, es decir “descubierto su cuerpo bellísimo y llagas”, otras veces se matiza más: “Con manto rojo y cuerpo bellísimo, con sus llagas resplandecientes, lleno de inmensa luz”.
Pero no todos admitían esta creencia espiritual, en la Iglesia postridentina, y en los ambientes jansenistas, un autor como Saint-Cyran no admitía la aparición de Cristo resucitado a su madre, y lo justificaba de la siguiente manera: “ella sabía con un placer inefable que Jesús estaba en la tierra y que se comunicaba con los otros y no con ella”. En esta línea M. Oliver defendía que la Virgen no había tenido necesidad de ver a Cristo resucitado, puesto que lo había sentido resucitado en su corazón.
En este sentido debemos señalar la determinación del obispo Niño de Guevara de Sevilla, quien en el Sínodo celebrado en 1604, daba una serie de normas que regulaban los distintos aspectos de los desfiles procesionales, entre estas normas estaba la que prohibía las ceremonias del Descendimiento y los Encuentros, y con ello el uso dramático de las imágenes: “No se haga en la Semana Santa ni en la mañana de la Resurrección representaciones (…) andando con la imagen de Nuestra Señora alrededor del claustro (…) buscando a su precioso hijo que le dicen que ha resucitado, ni bajando el Cristo de la cruz para enterrarlo”. Si en Sevilla se prohibía este tipo de ceremonias, el arraigo popular de este tipo de dramatizaciones, descenso y encuentro caló fuertemente en la Semana Santa Castellana, de tal manera que la procesión del encuentro sirve de cierre de las celebraciones de la Semana Santa.
Esta creencia de la piedad popular, la de Cristo resucitado apareciéndose a su madre, reafirmada por los autores espirituales, era defendida para afirmar la singular asociación de María a los misterios de su Hijo. María que había estado asociada a los misterios de la Encarnación, del Nacimiento y sobre todo a los de de la Pasión y Muerte, también debía estar asociada al misterio de la resurrección. La Virgen que había tenido un lugar privilegiado, la más cercana en la encarnación, la más cercana en el nacimiento, la más cercana en su muerte, había permanecido de pie junto a la cruz, ¿no debía ser la más cercana en su resurrección y no debía ser recompensada con la visión de su hijo resucitado?
fray Luis de Granada: “No sale tan hermoso el lucero de la mañana como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre como cuchillos de dolor, verlas hechas fuentes de amor, al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de ángeles y santos, al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro, al que tuvo muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja, abrázale y pídele que no se le vaya entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir, ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar”.