En los brazos de Dios

Hoy mirando la imagen de Cristo Yacente en la capilla del Cristo del Consuelo de la Iglesia de San Benito, he meditado sobre Jesucristo, al que hoy contemplamos muerto, solidario con todos los que a lo largo de los siglos, hoy solidarios con todos los que mueren a causa del coronavirus.
Nuestro paso, el Santo Sepulcro, que se representa a Cristo muerto en el sepulcro, no es sólo una obra de arte de fin ales del siglo XVII, atribuida a los hermanos Rozas, conservada en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, expresa una verdad fundamental de la fe cristiana recogida en el credo, que murió y fue sepultado, o lo que es lo mismo que compartió el destino de todos los humanos la muerte, que hasta en este hecho tan humano, Jesucristo, en donde Dios adquiere rostro humano, ha sido uno más de los nuestros.
Durante años nuestra Cofradía del Santo Sepulcro, en la mañana del Sábado Santo, meditábamos ante la imagen del Yacente sobre la sepultura del Señor, y lo hacíamos en solidaridad con todos los que mueren a lo largo y ancho de nuestro mundo.
Me había enseñado que deberíamos celebrar la muerte como un suceso humano más, un acontecimiento inevitable para ser humano, pero no es lo mismo vivir la muerte de alguien como fruto de un acontecimiento violento o imprevisto, que la muerte como desenlace de una vida larga o gasta por una larga enfermedad. San Agustín nos decía que nuestro paso por el mundo no es un fin, no estamos llamados a instalarnos en él, sino un tránsito fugaz y efímero antes de llegar a nuestro verdadero destino, la ciudad celestial que se identifica con Dios: “carrera hacia la muerte, en la cual a nadie se le permite detenerse un tantito o caminar con cierta lentitud”. Más allá de todo, la muerte penetra en lo más profundo de nuestro corazón, arranca, lastima, hiere y deja un vacío insospechado, y más en estos momentos en que no se puede acompañar a los seres queridos. Es fácil comprender, al menos teóricamente, que la vida humana es un proceso lento y sosegado de crecimientos y una maduración final, es como el grano que el labrador deposita en la tierra, sólo llega a ser fecundo, cuando muere en el interior de la tierra. Pero no es tan fácil de comprender la muerte como consecuencia de un proceso no esperado, como es el que estamos viviendo. Siempre la muerte se nos presenta como un sobresalto para los vivientes, uno de los grandes enigmas que a muchos atormenta, pues no terminamos de hacernos a la idea de la desaparición de los seres queridos.
Los muertos que provoca la epidemia del coronavirus son nuestros muertos, y el mundo hoy sin ellos no es lo mismo. Les lloramos como nuestros, porque nada de lo que afecta a los seres humanos, puede sernos ajenos, oramos por ellos y por sus familiares, que se han visto privados de acompañados en sus últimos momentos, y con San Agustín decimos: “Si no lloráramos en tus oídos, no quedaría nada de nuestra esperanza”. En medio de dolor esperamos que Dios nos escuche y nos consuele. La fe nos ayuda a descubrir que Dios a quien Jesús nos da a conocer como Padre, no es impasible, “se compadece apiadándose, porque no carece de entrañas”.
Hoy, cuando se multipliquen las tumbas no sólo en nuestro país, sino por el mundo, cuando crece el cementerio en el que los hombre surgido del polvo retornan al polvo, todos los que contemplamos el sepulcro de Jesucristo podemos vivir en la esperanza de la resurrección, que no hace desaparecer el dolor que hoy tenemos, pero que lo amortigua.
En esta imagen de Jesucristo en brazos de su padre, quiero pensar a todos los que han muerto durante esta epidemia acogidos en los brazos de Dios.