Queridos amigos:
Estamos a la puertas de la Semana Santa, donde nos encontraremos a cada paso con la imagen de Jesucristo: entrando en Jerusalén, en la última cena, orando en el huerto, atado a la columna, coronado de espinas, cargado con la cruz, despojado de sus vestidura, crucificado, muerto en los brazos de su madre, enterrado en el sepulcro, resucitado. El encuentro con la imagen de Jesucristo debería llevarnos a reflexionar que sin Jesucristo no hay ni gracia, ni sacramentos, ni Iglesia, ni esperanza última. Que El cristianismo es Cristo. Esto es lo que confesamos cuando pronunciamos el nombre de Jesucristo: Jesús es el Cristo, el Señor. Con la fe, pues, en Cristo, se mantiene firme o se derrumba toda nuestra actitud religiosa, nuestra pertenencia a la Iglesia.
¿De dónde nos viene la fe? Esta fe la hemos recibido de la Iglesia. Al principio de nuestra fe está el credo de la Iglesia. La Iglesia nació de este «creo en Jesucristo». Sólo por su confesión de Cristo vino ella a ser la comunidad de los creyentes y la Iglesia cristiana. La Iglesia ha guardado esta fe a través de los siglos. Desde que Pablo dijo aquella palabra de que Cristo crucificado era escándalo para los judíos y locura para los gentiles, Cristo ha pasado por la humanidad como el gran escándalo y la gran locura, como la incomprensible paradoja del Dios crucificado. El ha sido puesto, como dijera el viejo Simeón (Le 2, 34), para caída de muchos y para signo de contradicción. Pero también fue puesto para resurrección de muchos.
Esta fuerza resucitadora de Jesús se ha realizado en la Iglesia viviente. Ella es, en la conciencia de su fe, en sus ordenaciones y sacramentos, en su vida llena de gracias y maravillas, la revelación viva del Espíritu de Jesús, de las fuerzas vivificadoras que de él proceden. Ella es su cuerpo.
De la Iglesia hemos recibido la fe en Jesús. Como comunidad de la fe, la Iglesia es: La predicación de Cristo que tiene conciencia de sí misma. El mensaje de Cristo que a sí mismo se afirma. La tradición de su palabra y obra divina, que a sí misma se comprende.
La Iglesia sabe, por su unión viva con Cristo, que Jesús es más que Salomón, más que uno de los profetas. Jesús es el Señor.
Todo el que busca a Cristo sin la Iglesia, todo el que sólo se fía de su inteligencia y de la crítica, renuncia a la posibilidad de hallar al Cristo viviente.
La imagen de Jesucristo en los evangelios nos conmueve inmediatamente; parece como si del marco literario saltara a nuestra actualidad e invadiera nuestro aquí y nuestro ahora; lo vemos y lo sentimos como figura viviente; nos sentimos personalmente interpelados por él; pero todo esto se explica de manera decisiva no sólo por los testimonios literarios, sino por la confesión de la Iglesia viviente, que nos pone esos testimonios en la mano; más exactamente, por el testimonio, sellado por el martirio, de los primeros discípulos; testimonio que, por la sucesión apostólica, se ha transmitido hasta nuestros días
No podemos prescindir de los evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento, a fin de conocer los pormenores de la vida de Jesucristo. «Sin la Escritura, se nos quitaría la forma genuina de los discursos de Jesús. No sabríamos cómo habló el Hijo de Dios, y yo creo que no podría vivir si no pudiera ya oírle hablar… Pero sin la tradición no sabríamos quién era el que hablaba y qué predicaba, y nuestro gozo por lo que decía desaparecería igualmente».
¡Jesús!, ¡Jesús! Él es el objeto de nuestra fe y de nuestro amor, de nuestra adoración y de nuestro culto.
El Evangelio no habla más que de una sola cosa o, por decir mejor, de una sola persona: de la persona de Jesús. Lo que está fuera de la persona de Jesús no existe literalmente para los evangelistas. Los primeros evangelistas no fueron propiamente los que escribieron los evangelios, sino los que lo predicaron, es decir, los apóstoles que nos transmitieron lo que oyeron y vieron al lado de Jesús.
El encuentro con las imágenes de Jesucristo debe llevarnos a la lectura y meditación del evangelio, la palabra o libro vivo de Dios, y a la Eucaristía, donde nos encontramos con Jesucristo vivo hoy en la Iglesia.
Luis J.F. Frontela
Consiliario